El temor es un instinto natural que Dios ha puesto en cada ser humano. Su utilidad es la de reaccionar adecuadamente para protegernos ante cualquier peligro. Sin embargo, de todos los temores que pudiéramos sentir, justificados o no, uno de los más comunes es el temor a la muerte. Y no tanto porque sepamos que algún día moriremos, sino, por la manera en que esto ocurrirá.
Que una persona pierda la vida en medio de un asalto por despojarle de algún bien material, es una realidad que penosamente vemos a diario en las noticias. Y a pesar de que debemos tomar las medidas necesarias para protegernos, como evitar exhibir objetos que atraigan la atención de los delincuentes, procurar no pasar a solas por lugares oscuros, entre ogras cosas, no debemos permitirnos que el temor a morir nos impida vivir.
El Señor Jesucristo dice en Lucas 12:4 “Mas os digo, amigos míos: No temáis a los que matan el cuerpo, y después nada más pueden hacer. Pero os enseñaré a quién debéis temer: Temed a aquel que después de haber quitado la vida, tiene poder de echar en el infierno; sí, os digo, a éste temed.”
Ya sea que nuestra partida de este mundo sea provocada por la mano del hombre, o por la mano invisible de una enfermedad, el Señor nos invita a darle prioridad a la seguridad de nuestra alma. Después de todo, esto es lo que permanecerá para ser juzgado al final (2Corintios 5:10).
Es muy probable que usted esté poniendo todo empeño en cuidar de su casa, sus bienes y de su cuerpo, lo cual es necesario; pero ¿qué está haciendo para cuidar la integridad espiritual? Le invitamos a poner su vida en las manos de Dios y a servirle con un temor reverente. Él le ama y quiere lo mejor para usted. No solo aquí, sino, más aún, en la eternidad.