“Aconteció un día, que entró en una barca con sus discípulos, y les dijo: Pasemos al otro lado del lago. Y partieron.” (Lucas 8:22). Tenemos una idea de por qué el Señor quiso pasar al otro lado, a la tierra de Gadara. Allí había un par de endemoniados a quienes liberó, demostrando su poder sobre el mundo espiritual. Pero esto, también, nos enseña que para hacer la voluntad de Dios hay que estar dispuesto a cruzar obstáculos. Para el Señor y los discípulos el obstáculo fue el mar, y para nosotros pudiera ser simplemente cruzar la calle para hablarle del evangelio a un vecino, o podría ser superar nuestra timidez para hablarle a un compañero de trabajo o de estudios acerca del poder liberador del Señor Jesucristo.
Pero para eso, hay que tener a Jesucristo en nuestra barca. Todos conocemos esta historia y lo de la tormenta, y que Jesús se había dormido, pero pudiéramos ver el mar como lo plantea Isaías en el capítulo 57:20,21, en donde nos dice: “Pero los impíos son como el mar en tempestad, que no puede estarse quieto, y sus aguas arrojan cieno y lodo. No hay paz, dijo mi Dios, para los impíos.”
Una persona que vive lejos del Señor tiene el fondo del alma llena de piedras pesadas y de escombros del pasado, basura y toda especie de cosas pecaminosas que no se ven mientras todo está en calma. Pero cuando viene la dificultad de la vida, un arranque de ira, un enojo o frustración, del fondo sale lo que realmente hay. No puede salir otra cosa. Y todo eso puede alcanzar a la persona que se considera seguidor de Cristo.
Cada creyente emprende un viaje desde el momento en que nace del agua y del Espíritu. Es un viaje que nos lleva al otro lado, que termina cuando llegamos a la otra orilla de la vida. Todos los seres humanos hacemos ese viaje, pero solo los que llevan a Cristo en su barca podrán llegar al puerto de la salvación. Los que no tengan a Cristo, llegarán a un puerto de perdición.
Estamos navegando a través de un mar revuelto de confusión religiosa, de conflictos políticos, de doctrinas feministas, LGBT+, de pecado explícito. Y si nos descuidamos, ese mar tempestuoso que arroja lodo, cieno, y agua sucia, puede llenar nuestra barca hasta hacer que se hunda. Cuando la gente ve que ya está a punto de hundirse, comienza a tratar de resolver el problema con sus propias fuerzas. Tratan de usar un jarrito para sacar toda esa agua, pero no es suficiente. Para que el agua sucia salga, hay que aplicar el principio de Arquímedes, el cual dice que un cuerpo sumergido en un fluido experimenta un empuje vertical hacia arriba igual al peso del fluido desalojado. En otras palabras, si queremos sacar lo malo de nuestra vida, hay que dejar entrar a la roca de nuestra salvación, Jesucristo. Cuando él entra, todo lo demás tiene que salir: los vicios, el orgullo, el chisme, la fornicación, la indiferencia. Toda influencia del mundo impío tiene que salir, porque donde está el Señor no cabe nada más, porque él nos llena completamente.
Es cierto que los problemas llegan. Llegan las enfermedades, la escasez. Cada vida tiene sus propias tormentas. Pero si tenemos a Cristo, no nos vamos a hundir. Solo con él podremos llegar con bien al otro lado. Pero para llegar hay que comenzar el viaje.
Para quienes se han desviado, es hora de corregir el rumbo. Para quienes se han llenado de temor, es hora de despertar la fe en Dios. Es tiempo de preguntarnos ¿cómo está la barca de nuestra vida? ¿Estamos dejando entrar cosas del mundo? ¿Estamos confiando en nuestra pericia para navegar por las turbulentas aguas de esta vida? Es hora de invitar a Jesús a entrar en nuestra barca para que él sea quien calme nuestra tempestad, para que saque toda esa agua sucia del pecado, y para que nos ayude a llegar al otro lado.