El 11 de agosto del año 1772, debido a la erupción del volcán Papadang, 3,000 personas murieron en la isla de Java, localizada en el sureste asiático y que es parte de Indonesia.
Antes de esa erupción, la montaña medía 3,000 metros de altura. Luego de ella, su altura descendió a solo 1,700 metros.
Los volcanes pueden acumular tensión en su interior por mucho tiempo. Es posible que externamente parezcan no ofrecer ningún peligro. Sin embargo, el día menos pensado, esa tensión puede liberarse sin previo aviso con un gran estruendo, arrojando lava en todas direcciones, devorando a su paso la flora, la fauna y poblaciones cercanas a su actividad.
En cierto modo, los seres humanos somos como el volcán Papadang. Un solo momento de ira puede hacer que disminuyamos de tamaño; no físico, sino, moral y espiritual. Un enojo mal manejado puede restarnos mucho delante de Dios y de nuestros semejantes. La Biblia nos invita a tener dominio propio (2Pedro 1:6). Y dice que podemos enojarnos, sin llegar al extremo de pecar (Efesios 4:26). Después de todo, no es que esté mal enojarse, siempre que sea por los motivos correctos y de la manera correcta. No dañemos, pues, a otros, ni a nosotros.
Actuemos con sabiduría, con la paciencia que debe adornar a los seguidores de aquel que no abrió su boca cuando fue ofendido, y recordemos que “el necio da rienda suelta a toda su ira, mas el sabio al fin la sosiega.” (Proverbios 29:11).