Cuando sentimos que una persona nos ama de verdad, es un hecho que vamos a desear estar siempre a su lado. Sus palabras, sus valores, su sonrisa y su entrega de un amor genuino y desinteresado hacia nosotros son considerados un regalo de Dios para nuestra existencia. Reconocemos que su compañía llena nuestras vidas de tanta paz y felicidad que, en el fondo de nuestro corazones, anhelamos que nuestro vínculo de amor con esa persona nunca termine.
Esto puede suceder en la relación de un hombre y una mujer que disfrutan la bendición de estar unidos en una correcta relación de matrimonio. Ambos se pueden sentir tan amados y enamorados, el uno al otro, que no desearían vivir separados ni un solo día. También en amistades honestas y sinceras un amor grande y especial puede tener lugar; así como lo tuvieron personajes bíblicos como David y Jonatán (2 Samuel 1:26). Sin embargo, aunque en estos tipos de relaciones el amor puede llegar a ser bastante fuerte, tristemente habrá un día en el cual la muerte u otro evento producirá una separación física que puede ser inesperada.
Cuando atravesamos por la experiencia de una separación no deseada, es posible sentir que se nos va la esperanza, que el mundo se nos cae, que no sabremos qué hacer, que nadamos en la tristeza y que nos ahoga la soledad. Cuando algo así nos ocurre es momento de reconocer, como Job: “Jehová dio, Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito” (Job 1:21). Sabemos que es difícil soportar el proceso doloroso que se vive cuando de algún modo se nos va un ser querido, pero es bueno saber que en Dios siempre habrá lugar donde refugiarnos para encontrar la fortaleza que necesitamos y el oportuno socorro.
En un sentido similar, pero de una manera mucho más dramática, los discípulos de nuestro Señor Jesús vivieron un momento de separación física con él. A ellos les llegó el momento en que su amado Maestro, el que oraba, predicaba, comía y andaba cada día con ellos, el que los amó hasta el final, debía de partir para encontrarse con su Padre Celestial. Emociones y sentimientos encontrados debieron haber embargado sus corazones. Pues su Hermano mayor, su amigo fiel, el que había muerto y resucitado, ascendería al cielo en una nube que les ocultaría de sus ojos (Hechos 1:9). Y, contrario a lo que ocurre en el reino de los hombres, donde el que se va de este mundo no vuelve, el Señor Jesús alienta a los suyos con estas palabras: “…He aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Amén.” (Mateo 28:20).
Si Cristo es tu amado Señor y Salvador no estás solo en ningún día de tu vida. De una forma especial, él está presente en todas tus pruebas y experiencias. Ya sea en la salud o en la enfermedad, en la riqueza o en la pobreza, en el gozo o en la tristeza, en el dolor o en la aparente soledad, Jesucristo, el Hijo de Dios, está ahí contigo. La Escrituras afirman que “ni lo alto, ni lo profundo, ni ninguna otra cosa creada nos podrá separar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús Señor nuestro” (Romanos 8:39).
Por tanto, ten fe en Cristo. Mantén tu confianza en su Palabra. No desmayes. Espera en él. No tengas miedo. No estás solo. En tiempos de paz o de calamidad, Jesús prometió estar contigo todos los días, hasta el fin del mundo.